Durante siglos hemos tratado de responder esa pregunta. Cada ser humano utiliza lo que sabe, lo que ha aprendido, los talentos que posee y el conocimiento que haya adquirido para encontrar la respuesta. En algún momento de la vida cada ser humano se enfrenta con la realidad de estar enamorado. Ese maravilloso estado mental que nos hace experimentar al ser amado como a alguien a quien hemos esperado toda la vida, como si ansiáramos un reencuentro con un ser perdido hace años, hace tanto que ya no podemos recordar cómo era o qué apariencia tenía.
Y le buscamos, dando tumbos por la vida, observando de lejos o zambulléndonos en amores pasajeros, intentando lograr algo de compañía. A veces encontramos buenas relaciones y nos sentimos bien por un tiempo. Pero luego todo termina y, si tuvimos suerte, nos retiramos con un par de lecciones aprendidas. Muchas veces creemos haber encontrado ese «amor verdadero» que nos dijeron de niños que llegaría alguna vez. Como si fuera algo mágico que sencillamente sucede.
Pero lo cierto es que el amor adulto no proviene de otra persona. El amor verdadero proviene de nosotros mismos, de cómo nos cuidamos a nosotros mismos y cómo nos mantenemos sanos. Para mí el amor es salud, al igual que lo es la belleza, al igual que lo es la ética. Si es dañino para nuestra salud entonces no es bello o ético y mucho menos puede ser un acto de amor.

El amor no tiene mucho que ver con la sexualidad física, aunque esta última es una manera que carece de equivalente para expresar el amor. A medida que crecemos es sencillo confundir el placer genital con el amor, uno siente que «se entrega a sí mismo» en una u otra ocasión, pero aquello puede o no ir acompañado del amor. Es sencillo confundirse y prestar más atención a lo bien que lo pasa uno y olvidar aspectos faltantes y más elevados. Lo cierto es que el sexo nos da mucho placer, la compañía del otro nos hace sentir menos solos y la admiración que recibamos de ellos alimenta nuestra autoestima  por momentos y nos hace menos inseguros.  Pero no es amor.

El amor maduro es liberador, pero eso no significa que le permite a uno hacer lo que desee y seguir cada impulso sin reparar en las consecuencias. La libertad del amor es libertad real, es decir, es la toma de decisiones con el conocimiento y la aceptación de las consecuencias. Al ser un acto de amor, cada decisión busca el bienestar común y proveer el espacio más adecuado para el crecimiento de los involucrados. Así, en ocasiones un acto de amor limita nuestros impulsos, nos replantea las prioridades y nos hace cambiar cosas que dábamos por sentadas anteriormente. El amor nos hace ver cosas que antes pasaban inadvertidas. El amor nos hace crecer y regularnos, conserva la capacidad de manifestar a ese niño interno que se sorprende con las cosas sencillas de la vida, pero limita al niño malcriado que hace pataletas para satisfacer sus intereses mezquinos. El amor, mis queridos lectores, nos hace crecer.