Subiendo el Volcán: preguntas, respuestas y lecciones.
A las 3:15am sonó mi alarma y tuve que decidir salir de la cama y prepararme para partir, mi compañero de aventura aún dormía y yo aproveché esos momentos para ir paso a paso de la manera más consciente que pude. Luego de una ducha y demás pasos en la rutina mañanera me coloqué la armadura de turno (calentadores, abrigo y demás) mientras pensaba en la última vez que enfrenté la montaña, hace diez años, cuando tenía más energía, menos preocupaciones y un compañero de aventura totalmente diferente.
A las 4:10am estábamos listos para partir, luego del primer café del día y aún con caras de sueño, documentadas para siempre en la primera foto del evento, recibimos el mensaje de texto en mi teléfono: “Estoy abajo”, escribía nuestro guía desde la puerta del hotel.
El Volcán Barú (de quien mi perro recibe su nombre) es el punto más alto del país, suele ser un orgullo para muchos lugareños, aunque para otros no represente mayor cosa. Para mí, sin embargo, es parte de la tierra de mi padre, del pueblo mismo en que nació y de las piezas perdidas y lecciones pendientes que papá nunca me enseñó. El volcán siempre fue para mí ese lugar donde buscar esas cosas que se perdieron en el camino, esas cosas que nunca recibí de papá.
Hace diez años tomé 6 horas en subir a pie y con mucho esfuerzo desde la falda de la montaña. Luego de un ascenso y escalada que somete a tu cuerpo y tu mente a mucha presión, mi pareja de ese momento y yo llegamos hasta el cráter del volcán, a unos 45 minutos de la cruz que representa el punto más alto. Estuvimos tan cerca que el Álvaro de 34 años fantaseó con la respuesta a sus preguntas infantiles, como quien se detiene frente a la puerta de un oráculo al cual no entiende pero necesita consultar.
Aquella vez el esfuerzo y el desgaste que conlleva la subida habían lastimado a mi compañero, sus rodillas estaban muy doloridas y no podía continuar. Yo había estado afectado por el llamado “mal de montaña” y, aunque muy cansado, estaba ansioso de llegar a la cruz.
Nuestros guías del momento me presentaron las opciones: por un lado yo podía seguir con uno de ellos hasta la cima, dejando atrás a mi compañero y gastando una hora más mientras él esperaba mi regreso en el cráter y, por otro lado, podíamos emprender el descenso de inmediato, asegurando llegar a la falda del volcán justo antes de caer la noche para minimizar el peligro, asumiendo que empleáramos 6 horas más en volver al punto de partida. Con miembros lastimados en el grupo podíamos tomar aún más tiempo.
Mi decisión del momento no fue sencilla y nunca comenté lo que sentí (hasta hoy) pero recuerdo muy bien mirar el camino arriba y pensar para mí que las respuestas tendrían que esperar, las lecciones de mi padre muerto eran secundarias a la salud de mi compañero vivo. Mis ganas de completar el camino y aprender algo no eran tan importantes como garantizar la seguridad de todos. Decidí(mos) regresar y la montaña me enseñó que tengo algunas prioridades y que soy capaz de dejar de lado algo que añoro mucho con tal de garantizar el bienestar de otros. Al final sí tuve mi lección.
9 años y 10 meses después, a las 4:15am emprendí el viaje hacia la cruz junto a otro guía, otro compañero y por otro camino. Mi objetivo personal era el mismo, el método era diferente.
Lección No. 1: la ansiedad es tu nueva compañera.
La subida en camionetas 4X4 especialmente modificadas para el terreno suena como algo sencillo pero no lo es, en un par de horas estaríamos arriba luego de saltos y maniobras del guía/conductor por un camino demasiado rocoso e irregular. El volcán es un parque nacional que, por temas de preservación del ambiente, no puede ser pavimentado y la trocha rocosa en horas de la madrugada me hizo preguntarme por primera vez qué diantres se me había perdido allá arriba.
En el camino, caminantes y camionetas subían la ruta, en medio de oscuridad, curvas y vegetación. Nuestro conductor contaba historias de sus clientes anteriores luego de años de prestar este servicio, con cada salto del auto iba creciendo mi respeto por ese hombre que hace esto todos los días.
La oscuridad de la noche, la falta de señal en mi teléfono celular y la certeza de no saber qué hacer para cuidarme a mí mismo en ese ambiente si algo salía mal daban vueltas en mi cabeza y, rápidamente, noté mi cuerpo tensarse, mi respiración acelerarse y mi mente verificar cada posible escenario catastrófico: estaba muy ansioso, como lo he estado en distintas ocasiones desde mis ataques de pánico a mediados de la pandemia. Sí, la ansiedad es mi nueva compañera.
Finalmente llegamos a la cima, donde encontramos otras camionetas y personas acampando, solo salir del auto y el frío del lugar se hizo imposible de ignorar.
“De aquí toman este camino” – dijo el Guía mientras señalaba una senda entre neblina y oscuridad. – “a unos cuatrocientos metros está la cruz, vayan con cuidado y con calma, no se apuren, yo los espero aquí. Si no estoy cuando regresen es porque fui a buscar algo pero yo vuelvo.”
Mi compañero y yo nos sumamos a un grupo de personas que iban en la misma dirección y nos dimos cuenta rápidamente de que aquello de ir “con cuidado y con calma” es un consejo que vale la pena seguir.
Lección No. 2: otros necesitan de tu pausa, siéntate con ellos un rato.
“Espera, no vayas tan rápido” – dijo mi compañero en un momento, y me di cuenta de que yo iba a paso veloz y a un ritmo constante, metido en mi propia cabeza, decidido a llegar a la cruz. Mi compañero empezaba a sentirse mal y un flashback de mi experiencia de hace diez años cruzó por mi mente en un segundo. Bajé la velocidad.
Unos pasos más adelante y la oscuridad empezaba a desaparecer, mi compañero se sentía mal así que encontramos un hueco entre rocas donde sentarnos unos minutos, me senté con él de cara al vacío para esperar que se recuperara y ahí, en el vacío, sin sospechar la altura cubierta por un mar de nubes que parecían líquidas, apareció uno de los amaneceres más hermosos que he visto en mi vida y que, seguramente, de haber seguido a mi ritmo, habría pasado por alto.
Aprovechamos para tomar un par de fotos y contemplar semejante belleza natural, sabiendo que nadie más la experimentaría como nosotros, que las fotos no le hacen justicia a la experiencia y que solo nosotros podríamos recordarlo de esta manera. A veces es necesario bajar el ritmo o incluso detenerse un rato para contemplar el amanecer.
Lección No. 3: a veces quien necesitará una pausa serás tú. Pide ayuda.
Luego del amanecer mi compañero estaba recuperado así que nos levantamos para seguir, después de unos metros más en un camino empinado, usando pies y manos para subir entre neblina empecé a sentir esa incómoda sensación interna de nuevo. Como quien responde a una señal que acciona un evento, mi ansiedad empezó a manifestarse otra vez y, al mismo tiempo, la neblina alrededor de la montaña empezó a disiparse rápidamente.
De pronto me di cuenta que el camino era más angosto de lo que pensaba y que, a cada lado, solo había precipicio. El verde a la distancia era hermoso, pero la sensación de altura disparó una reacción en mí que solo puedo considerar como algo evolutivo. Cerré los ojos, me giré hacia la roca y empecé a hablarme a mí mismo de forma automática. No sé qué me decía pero recuerdo el galope del pánico subiendo desde mi pecho hasta mi cerebro. No podía continuar.
En ese momento, tratando de enfocarme en mi respiración y en la certeza de la roca frente a mí sentí el agarre de alguien más. Mi compañero había tomado mi mano y yo, que siempre hablo de la importancia del vínculo para estar tranquilos, me di cuenta de que, aún sabiéndome acompañado, había olvidado pedir ayuda. Apreté su mano y de pronto la situación fue una experiencia emocional totalmente diferente. De pronto no tenía que vivir mi miedo solo.
Lección No. 4: hasta aquí es suficiente.
Muchas preguntas revoloteaban desagradablemente en mi cerebro, ruidosas, como una plaga de monos voladores ¿Cómo podía parar? Habiendo llegado tan lejos, habiendo estado tan seguro, habiendo cambiado la ruta. ¿Cómo podía rendirme? ¿Qué significa no alcanzarlo? ¿Qué dice de mí no haberlo conseguido? ¿Por qué perdí lo que perdí? Me di cuenta que hace un tiempo camino entre la tristeza, como quien avanza entre una niebla cuyo final desconoce.
Mi cerebro empezó a hacer lo que hace mejor, tratar de darle sentido a las experiencias. Mientras intentaba calmarme, recuerdo empezar a hablar de qué significaba haber llegado hasta allí. Las palabras solo salían de mi boca, algo sobre saber cuándo rendirse, admitir que todo el esfuerzo valió la pena y que llegar hasta allí, incluso sin haber podido continuar era suficientemente bueno. Trataba de darme permiso para no seguir intentando, perdonarme a mí mismo por no lograr aquello por lo que había hecho tanto esfuerzo y entender que algunas cosas no están bajo mi control. Afuera hablaba de la montaña, adentro otras piezas encajaban entre sí de una nueva forma. “A veces está bien dejar de intentar, Álvaro. A veces llegar hasta donde pudimos llegar es suficientemente bueno”.
Lección No. 5: verifica antes de rendirte.
Luego de mucho respirar y balbucear sobre lo bien que está llegar hasta donde había llegado recuperé un poco la calma y miré a mi compañero. Agachados junto a rocas que nos sobrepasaban en altura comentamos sobre emprender el regreso.
Tomando algo de aire frío en mis pulmones para cimentar el coraje me puse de pié para empezar a bajar camino a la camioneta, pero antes decidí echar una mirada por encima de la roca, si acaso para llevarme en la memoria una idea de cuan cerca estuve de llegar esta vez.
Hice un último esfuerzo para asomarme y entonces la vi, ahí estaba, esperando, la cruz blanca que marca el punto más alto de mi país. A unos pocos metros de donde estábamos nosotros. La alegría que sentí fue tal que olvidé el cansancio, la ansiedad y el frío, solo pude reír y decirle a mi compañero “¡Pero si está aquí mismo!”.
De más está decir que ya puedo tachar de mi “Bucket list” el llegar a la cima del volcán y que, como siempre funciona con esto de los oráculos, me llevé lecciones que no esperaba, que no sabía que necesitaba y respuestas a preguntas que no sabía que tenía.
La experiencia en la montaña me enseñó humildad, me puso de frente con mis miedos, me dio otra oportunidad de aprender a calibrarme frente a la ansiedad y la pérdida y me recordó que no tengo que hacerlo solo. Esta experiencia puede ser algo cotidiano para alguien más pero estoy seguro de que, al igual que en las relaciones humanas, cada intento es único y, aunque tengan en común la escalada y el miedo, también pueden tener vistas maravillosas, ser una experiencia introspectiva y un antídoto para la soledad.
Gracias por leer, un abrazo enorme y que estén muy bien,
Alvaro
@agomezprado