Ayer en la tarde estaba sentado cenando con la original dueña de veintitrés de mis cromosomas. El deterioro físico que viene con los años la obligaba a seleccionar muy bien lo que pediría del menú; que si el picante le sienta mal, que los productos lacteos ya no caen bien. Llegar al restaurante me tomó un poco más de tiempo porque su paso ya no es tan rápido como solía ser. Localizar el ascensor y evitar las escaleras, buscar estacionamientos cerca de la puerta de entrada a los lugares y seleccionar los alimentos con mayor cuidado se han convertido en parte de su vida en los últimos años. Mi madre ya no es la supermujer irromplible que conocí cuando iba creciendo.

Aún así aprendí algo ayer en la tarde, la realidad de que lo que buscas alrededor del mundo muchas veces se encuentra en el patio trasero de tu casa, entre las cosas olvidadas y viejas.

Y sucedió así: estabamos sentados comiendo conos con helado (barquillos, para los panameños) a manera de postre, parecido a como lo hicimos alguna vez, cuando ella era la mujer maravilla y yo apenas empezaba a rayar papel. La única diferencia es que somos más viejos y, esta vez, yo pagué la cuenta.

«Mira a esas muchachitas ¡Qué vacías se ven!» – dijo ella mirando a una mesa vecina.

Al darme la vuelta pude observar a tres jovencitas de escuela, de menos de 15 años, en uniformes de colegio caro y con productos en el cabello, accesorios y teléfonos celulares de última generación, jugando con sus helados y diminutas cucharas, solo para dejar el contenido de sus copas allí, casi sin probarlo, mientras hablaban de moda y criticaban a alguna compañerita ausente (lo admito, usé mi superoído para meterme en su conversación, tampoco estaban tan lejos).

Reconocí la sensación de mi madre, yo mismo la tengo todos los días con varias personas en la calle. Solo hace falta caminar por un «mall» o ver la televisión en casi cualquier canal. Mucha gente está vacía. Al mismo tiempo recordé que uno de los grandes placeres que me da mi trabajo es que puedo sentarme con personas que tienen el deseo de ver más allá, de encontrar el significado de las cosas y crecer. Si no fuese porque esa sensación está allí, si no fuese porque cada uno manifiesta en su propia forma el deseo de ser más auténtico y más humano, yo no podría hacer este trabajo. Yo no tengo las respuestas, nunca las he tenido, pero gracias a mamá puedo ser bueno acompañando a la gente a encontrarse a sí misma, a encontrar esas respuestas dentro de sí.

Así que recordé cómo durante mi niñez y mi adolescencia escuchaba a mamá mientras me enseñaba a reconocer algunas cosas en los demás y en mí mismo. Cuando reconocía cómo me sentía y le ponía nombre, cuando se sorprendía conmigo con la maravilla del evento más cotidiano solo porque era la primera vez que yo lo presenciaba. Hoy puedo decir que su habilidad para ver más allá de lo evidente casi nunca estuvo errada y que lo que aprendí de ella ha salvado mi vida (y la de otros) en más de una ocasión. Sí, esa señora que hoy camina despacio y es poco llamativa comparada con las viejas ataviadas y estiradas que insisten en tratar de retener algo de su juventud perdida (porque era lo único que tenían de valor), esa señora ha salvado mi vida en más de una ocasión, desde el día uno hasta hoy.

No importa mucho su deterioro físico o si parece ser ignorante de muchas cosas modernas. Solo toma sentarse con ella para darse cuenta que está más conectada con aquello que realmente importa que cualquiera persona que haya conocido. No cabe duda de que las voces de nuestras madres viven en nuestra mente para siempre y lo que nos dicen nos afecta cada día de nuestras vidas.

¿Qué les dicen a ustedes las voces de sus madres?

Nota: la foto es cortesía del internet.