El día de las madres acaba de pasar en Panamá. Cientos de personas colgando fotos con sus mamás en las redes sociales y diciendo lo buenas que son o fueron. No hay duda que tenemos esa tendencia a conectar la manera en que nos definimos a nosotros mismos con la figura de nuestra madre. No estoy basándome solamente en las fotos que vi en el internet, sino en mi trabajo diario con la gente.
Ahora bien, muchas personas tienen un estereotipo sobre los Psicoterapeutas e imaginan que uno culpa de todo a las mamás de los pacientes. La realidad es que no pasa mucho tiempo desde que inicia una evaluación hasta que el paciente empieza a hablar de sus orígenes. Todos son (¿somos?) distintos pero ninguna persona pasa por un proceso introspectivo serio sin retrotraerse al origen de todo, ese momento, esa persona de quien todo inició. Todos vuelven (¿volvemos?) a nuestra madre tarde o temprano, aunque sea en nuestras mentes.
La terapia es un laboratorio, lo que el paciente hace en el consultorio no es muy distinto de lo que hace en su vida cotidiana, su forma de relacionarse, de mentirse a sí mismo, de explotar en ira, de victimizarse, de enamorarse, de desear, de hacer vínculos, de despedirse. Todo se repite frente a los ojos del terapeuta como un proyector de sombras primitivo que gira sin parar para contar la historia de sí mismo. Los fantasmas de nuestras madres y nuestras vivencias buenas y malas con ellas aparecen una y otra vez en la consulta, al igual que se manifiestan a cada segundo en nuestras vidas.
Pero hay algo interesante en cuanto a este fenómeno, algo que los estudiosos de la materia sabemos bien y que cualquier ser humano con buena salud mental notará eventualmente en su vida: más importante que la figura de nuestra madre real es la figura de nuestra madre percibida. Porque nunca sabremos las cosas que nuestros progenitores tuvieron que pasar, de la misma manera en que nunca entenderemos por completo la realidad de otra persona, aunque podamos sentir que podemos adentrarnos en la misma a cabalidad, siempre hay aspectos ocultos que no consideramos, que nos son ajenos, que siempre lo serán y que seguramente cambiarían nuestra percepción de los comportamientos de los otros. Por eso nunca lidiamos con nuestra madre real y, en su lugar, nos relacionamos constantemente con nuestra madre percibida, con la que creemos que está ahí y que pintamos en el lienzo de nuestra mente basándonos en recuerdos de experiencias pasadas que también fueron percibidas, empañadas por nuestros afectos del momento, nuestro propio temperamento y el nivel de desarrollo temprano que habíamos alcanzado cuando sucedieron. Todo es una mentira, una historia mítica que seguimos diciéndonos a nosotros mismos, un cuento que hemos construido sobre quiénes somos, cómo nos trataron y quiénes son o eran nuestras madres. No importa si esa gran mujer es para nosotros una heroína, un ser malvado, una gran ausencia o un rostro confuso, todo es nuestra percepción. De la misma manera que construimos a dios, a través de complicadas experiencias personales teñidas de los afectos y movimientos psíquicos del momento, así mismo construimos a nuestros familiares, a nuestras parejas, a nuestros jefes y compañeros de trabajo, a nuestros terapeutas y, por supuesto, a nuestras madres.
Llega un momento en la vida del ser humano en que se convierte en adulto de una vez, en que finalmente empieza a salir del pantano inútil que implica culpar a los demás por todo lo que le sucede. Ese momento en que descubre que todo es una mentira creada por sí mismo y que muy poco de lo que le atribuimos a los demás viene enteramente de ellos. Así que tal vez es hora de mirar dentro, de aceptar nuestra responsabilidad y entender, de una vez por todas, que nuestros padres hicieron lo mejor que pudieron y que hay razones que no conocemos para las limitaciones impuestas, los permisos dados, los caprichos cumplidos y los silencios. Si no entendemos que hubo razones y que tal vez nunca las conozcamos realmente, seguiremos toda la vida siendo ese proyector de sombras, siempre rodeados por los fantasmas del pasado que nosotros mismos hemos creado.
Sean como sean realmente, bondadosas, preocupadas, protectoras, negligentes, abusivas o ausentes, periféricas, empáticas, intrusivas o tranquilizadoras, las madres solamente colocan el tablero de juego frente a nosotros y al hacernos adultos es el signo indiscutible de madurez dejar atrás ese proceso de culparlas por todo lo malo que nos pasa y por los sueños que no logramos realizar. Ellas nos equipan de experiencias y es nuestra responsabilidad usar esas experiencias para crecer y madurar. No para soñar narcisistamente, con fantasías de grandeza y poder absoluto, movidos por el rencor que alimenta los dolores infantiles, sino en la realidad del ser que logra vincularse con otros de manera madura y sana entendiendo siempre que, sin importar lo que queremos de ellas, las madres nunca lo serán del todo, porque no es su labor complacernos ni hacernos la vida fácil. Su trabajo, y cientos de miles de ellas lo hacen muy bien, es servir como referentes y enseñar lo que a ellas les funcionó para sobrevivir. Lo que hagamos nosotros con eso es nuestra responsabilidad.