Ayer fue el llamado día mundial contra la homofobia. Supongo que está bien tener un día para recordar la lucha por los derechos y cómo ser homosexual o lesbiana o bisexual no tiene nada que ver con estar enfermo o sano (un momento, esa suena más a la definición del gaypride.). Sin embargo, debo admitir que no me he entusiasmado mucho este año, después de todo, el 17 de mayo suele ser más caracterizado por manifestaciones activistas y lo mío no va muy en la línea de hacer manifestaciones. Mi trabajo suele ser más sigiloso, tal vez hasta invisible para quien no esté dentro de la mente de quien lo recibe.
Claro que mi falta de entusiasmo también puede tener algo que ver con un comentario que recibí hace unos días, sobre cómo los activistas siguen mostrando su desacuerdo con mis ideas y, aunque no es mi intención que pensemos igual o actuar como si la mía fuera la verdad absoluta, sí es doloroso cuando lo descartan a uno, y lo tratan como a un traidor a la causa por que uno se interesa en algo más allá de la rumba del fin de semana o se atreve a considerar un mundo donde «homos» y «heteros» se lleven bien, no donde uno prevalezca sobre el otro.

En esta fecha especial, les envío un abrazo y les participo mi desencanto, reconociendo siempre que estos sinsabores son parte de la vida y vienen con aquello de pensar distinto.

Quisiera que no tuviésemos un día contra la homofobia, porque quisiera, en el fondo, que no lo necesitáramos.