Finalmente sucedió. A pocos días de pasadas las elecciones generales de la República, el gobierno saliente, el cual perdió dichas elecciones, ha aprobado una ley que en uno de sus artículos reza «Se prohibe el matrimonio entre personas del mismo sexo».
La ley 7 del 8 de mayo de 2014 ha hecho historia. En un país como Panamá, que se jacta de su crecimiento económico y lo moderno de su ciudad principal (la mayoría edificios vacíos u ocupados por extranjeros porque los nacionales no los pueden pagar) es poco más que incongruente que se prohiba tan directamente el matrimonio de parejas homosexuales. La comunidad se siente ofendida, y con razón porque si bien antes no se reconocían los matrimonios homosexuales, ahora están expresamente prohibidos. Esto es un paso gigante hacia atrás que contrasta grandemente con nuestros deseos de ser un país de primer mundo.
Más allá de la prohibición, esta ley también asegura que no se reconocerán los matrimonios entre parejas homosexuales que se hayan celebrado fuera del país siempre y cuando uno de los dos miembros de la pareja sea panameño. Es decir, que si ambos son extranjeris su estatus civil se respeta pero si uno de los dos es panameño no se reconocerá la unión realizada fuera. Esto es discriminación contra los nacionales. Ya pueden ir cancelando sus viajes a esos países con legislaciones más igualitarias.
Por su parte, el presidente electo de la República ha sido claro en su oposición a la figura del matrimonio homosexual, pero dice estar dispuesto a abrir un debate para la creación de otra figura que dé algún reconocimiento a las parejas homosexuales. Nuestro nuevo presidente gusta de dar discursos en que se menciona a su dios (el dios católico) varias veces, y esa insistencia llamativa hace que su capacidad de gobernar para todo el pueblo sin distinción alguna aún esté por probarse. Es un hombre con una responsabilidad mayúscula y las expectativas del pueblo tienen igual tamaño.
Lo anterior me hace pensar en el concepto mismo del matrimonio y en como el hecho de que sea un terreno solapado entre estado e iglesia crea problemas en la vida de la gente. El estado (laico, como debe ser si ha de beficiar a todos los miembros de la población) debería reconocer a las parejas legalmente, sin romanticismos, ni «hasta que la muerte los separe» ni nada de esas cosas que se acostumbran. La iglesia, por su parte, puede hacer lo que quiera, al fin y al cabo hay tantas creencias distintas que hacer un manual o decidir cuales ritos religiosos deben ser reconocidos por el estado como una unión legal y cuales no nos tomaría mucho tiempo y no tendría sentido porque las creencias son particulares, pero el paraguas del estado debe proteger a toda la población.
¿Vemos ahora el problema? ¿Es tan difícil de percibir? ¿Acaso no hace sentido lo de la igualdad de derechos?
Como comunidad homosexual, nos acaban de enviar a la parte de atrás del bus. Y es que, en un país como Panamá, (bien llamado crisol de razas) en el cual todos somos diferentes ¿Tiene algún sentido la discriminación de este tipo?
Las incongruencias van y vienen y la lucha continúa. Aún quiero verlo como dolores del crecimiento de un país prepúber que aún no alcanza un pensamiento abstracto que le facilitaría ver que el mundo no es blanco y negro.
La pregunta que me queda es ¿Estamos dispuestos a aceptar la humillación y el maltrato?¿Permaneceremos sentados al final del bus?
Esto apenas comienza. Que estén bien.