«A creer se va a la iglesia» – me dijo una novia mía una vez.  Y tenía toda la razón.  Creer tiene su lugar y su momento.

Con el tiempo, he advertido que estoy rodeado de mucha gente incrédula e inquisitiva. Cuestionamos todo, la religión, las instituciones, el concepto de familia.  En general existió, desde muy jóvenes, esta sensación de tener ideas no correspondientes al pensamiento de la mayoría, la sensación de pensar diferente.

Esa es una sensación muy adolescente, pero es interesante ver cómo se perpetúa, en la adultez, una versión de esa tendencia.

Hoy en día, muchas personas llegan a la consulta con la necesidad de cuestionar lo que creen y en busca de un espacio en el cual esos cuestionamientos puedan realizarse.  Un espacio en que no se juzgue a quien se atreva a pensar distinto.

La gente debería permitirse pensar diferente más a menudo, ver con sentido crítico las cosas de la vida, desde la moda hasta el concepto de dios, desde el amor de nuestras familias hasta nuestra orientación sexual.  Todo debería sobrevivir el fuego de nuestras preguntas si vale la pena de verdad.

He notado que mucha gente no se atreve a realizar este movimiento, aunque el impulso natural humano sea hacerlo.  ¿Qué nos detiene? ¿Por qué es tan necesario creer? ¿Acaso no es mejor la seguridad de «saber» que la incertidumbre de «creer»? ¿Duele más abandonar la muleta de las creencias o intentar sobrevivir, nosotros mismos, al fuego de la verdad?

Bajo la excusa cortés de «respetar», generaciones enteras de personas pasan su vida realizando rituales religiosos que no llevan a nada más que a una sensación de tranquilidad momentánea, o siguiendo formas de vida (el famoso «ciclo vital») tradicional que les permite encajar en sociedad, o bien siguiendo la moda para alejarse aún más de la realidad profunda que implica ser un humano en este momento de la historia.

Para encontrar la verdad, es por eso que los hombres y las mujeres luchan, no entre sí sino dentro de sí mismos.  La fe puede mover montañas, les concedo eso, pero la verdad nunca ha tenido necesidad de modificar el paisaje, porque la verdad no cambia la realidad externa sino a nosotros mismos y ese cambio nos hace más libres.