Hace meses fuimos a ver Shrek 4, una de esas películas con dibujos (des)animados que te cuentan una historia que, además de verse bonita y dar mucha risa, viene hasta con moraleja. Es como los cuentos que las generaciones anteriores nos contaban de boca, pero que ahora aparecen en la pantalla grande y en 3D.
El asunto es que la película trata una temática que he tenido en la mente durante el último mes, así que no pudo caerme mejor ver toda la situación representada en la pantalla y pensada para un niño de 8 años. Si no la han visto igual pueden seguir leyendo, porque no voy a contar nada de la trama.
El tema que cruza mi mente por estos días es el cambio necesario que uno realiza en la vida cuando se mete en una relación de pareja. (Nota Aclaratoria: me refiero a una relación de pareja seria y con miras a ser duradera, no a los encuentros triviales que duran solo un par de semanas, meses o que van y vienen hasta que alguno de los dos encuentre a alguien que le guste más).
Sucede más o menos así:
Vas por la vida haciendo lo que quieres, siguiendo tus pasiones personales, a veces sin pensar demasiado en el futuro y disfrutando cada experiencia tanto como te lo permita tu personalidad. Un buen día te tropiezas con alguien, te volteas a decir «disculpa» y de pronto no sabes de dónde salió la flecha que atraviesa tu camisa favorita a la altura del pecho (pero atesoras ese agujero en tu camisa desde entonces). Empiezan a salir, a conocerse, se presentan su mejor cara uno al otro y ambos piensan que el otro es perfecto, excepto por esos hábitos raros que le notas pero que por alguna razón te parecen lindos.
«Definitivamente esto es distinto» – piensas – «¡wow, carambas!»
Y así empiezan a conocerse más y a mayor profundidad, eventualmente conocen a la familia, los amigos, pasan cumpleaños, festividades juntos, conocen sobre qué les hace vibrar en la vida, qué apasiona a cada uno, esas pasiones que les dan identidad. Y allí está, de pronto, la delicia de las pasiones personales que podía uno disfrutar sin pensar demasiado en el futuro o en nada más que en el disfrute de la propia experiencia hace su aparición y amenaza la relación en las primeras etapas.
Luego de un par de malos entendidos y de escuchar (o decir) algunas frases como «tú me conociste así», uno se pone a pensar y se da cuenta que uno ya no es uno, sino dos. Tal vez para entonces algunos hábitos que parecían lindos al principio ahora no sean muy atractivos. (Hombre, que como dice la canción: «hasta la belleza cansa»)
Se entiende que a veces extrañe uno hacer las cosas que hacía cuando estaba solo, o tener todas las libertades y darse todos los permisos. El asunto es que, al estar emparejado, a uno le toca pensar de a dos, porque lo que uno hace afecta al otro de alguna forma.
El sacrificio:
El problema está cuando uno empieza a sentir que haber dejado lo que dejó ha sido un sacrificio muy grande, porque nadie debería sentir que estar en una relación implica que sacrificaste algo. Más bien implica saber que has dejado algunas cosas individuales para volverte más completo en la nueva versión de ti mismo que, ahora, incluye a otra persona.
El centro del universo:

Y es que no se vale esperar ser el centro del universo para el otro, pero tampoco es sano dejar de poner una bandera roja cuando el otro actúa como si la relación que tienen pudiese coexistir con las costumbres propias de la soltería.

Al final, si logran sobrevivir a los altibajos que se van dando a medida que la relación crece, la misma se hará más sólida y podrá sobrevivir progresivamente embates más fuertes del medio. Algunos permisos podrán volver lentamente pero con la dimensión nueva de incluir a la pareja y, con algo de trabajo y mucha consciencia sobre uno mismo y su relación, las cosas marcharán bien y no tendremos que decirnos nunca más «tú me conociste así».

Un abrazo,