El 28 de este mes habría sido el cumpleaños de mi padre. Cuando él tenía mi edad actual era el dueño de una fumigadora, tenía una oficina en un edificio de dos plantas en la ciudad que hoy ha sido tragado por la multiplicidad de rascacielos construidos a su alrededor. Es extraño que ese edificio siga aún en pie. Mi padre, como los lectores más antiguos de este blog saben bien, murió hace ya varios años antes de que yo terminara mis estudios universitarios y recibiera mi primer paciente. Más de década y media después estoy sentado en mi propia oficina organizando algunos cambios que deben hacerse, reparaciones y demás que me han hecho decidir invertir un poco en la decoración. La «baticueva» como cariñosamente le llamo a este espacio ya merece algo de atención de mi parte, no solo por ella misma sino porque es hora de actualizarla para que vaya más acorde con quien soy estos días.
Este año ha sido uno de muchos cambios y reflexión en términos personales y profesionales, poco a poco me voy convirtiendo en alguien que entiende mucho más algunos procesos y se permite caminar por espacios más oscuros de la mente (propia y ajena) en el intento constante de lograr mayor integración. Ya sé que suena como un mensaje encriptado, pero es más sencillo de lo que parece. Lo que quiero decir es que es necesario que este espacio me refleje un poco mejor para poder trabajar, y esa es una tarea a la que me he volcado estos días.
Viendo referencias de decoración para oficinas de psicoterapia en internet empecé a pensar en las muchas oficinas que conozco de colegas aquí y en otros países, además de conocidos en otras profesiones. Mi búsqueda mental de estas imágenes me llevó hacia el pasado, hacia la primera oficina que conocí y que significó algo para mí: la oficina de mi padre.
Cuando yo era niño y salía de la escuela papá me recogía y me llevaba a su oficina, allí pasaba el tiempo mientras él seguía trabajando hasta terminar el día. No recuerdo qué hacía yo para pasar el tiempo, posíblemente dibujar, pero sí recuerdo el lugar, las textura rústicas de las paredes, el olor frío, la oscuridad, los muros gruesos y fuertes y la desorganización de papeles por todos lados, el sofá negro y disponible y el escritorio lleno de cosas por hacer. Y es que papá era un hombre así, al menos según yo lo percibía. Él era rústico, oscuro, fuerte y desorganizado, disponible para otros pero muy ocupado a la vez.
Debo confesar que he llegado a preguntarme qué pensaría papá de la baticueva. Al final, ese deseo infantil de hacer orgullosos a nuestros padres se manifiesta en cada ser humano. Pero papá nunca conoció este espacio, es el único miembro de la familia que nunca alcanzó a verlo. Tal vez por eso tengo siempre algunos elementos que lo representan, su vieja mesa de ajedrez en la cual me enseñó que en la vida se debe jugar sin hacer trampa, o aquella incómoda silla de metal que pasó de su oficina a la casa y se quedó en un rincón ganando óxido hasta que mamá la restauró y ahora está en una esquina del consultorio aunque nadie la use. Sí, papá sigue presente en la vida diaria, aunque no lo piense todos los días. Supongo que de alguna manera yo tengo mi propia opinión sobre mi espacio, mi vida y, ya que llevo una parte suya conmigo, podríamos decir que sí ha conocido este espacio. La pregunta que todos los seres humanos nos hacemos en algún momento toma forma en mi mente: ¿Qué pensaría papá de mí?