Ya sé, es 2 de noviembre y la noche de brujas fue el fin de semana pasado. Sin embargo quería contar un par de eventos significativos que sucedieron a su servidor y a su mejor mitad en el día de brujas. Preparen su chocolate caliente y abríguense bien mientras se arrinconan en una esquina del sofá, porque la historia que sigue es de terror.
Y sucedió de la siguiente manera:
Poco después de despertar, descubrí que a las 10:52 de la mañana había llegado un mensaje de texto a mi celular, provenía de un número desconocido y decía lo siguiente (cito textualmente, las mayúsculas son del autor original del mensaje):
«MALDITOS GUEYS MALNACIDOS C VAN AJODER XQ AQUI JA+ ABRA UNA LEY Q APRUEB EL MATRIMONIO % CUECO, AQUI EN PANAMA NO APOYAREMOS ESA ABERRANCIA SEXUAL, GUEYS D VERGA.»
Así empezó nuestro día, por supuesto, luego de los respectivos «buenos días» que uno se dice cuando se acaba de despertar y todavía no quiere levantarse. El mensaje de texto me hizo pensar que el anónimo autor debe haberse sentido muy afectado por el tema gay como para tomarse el trabajo de enviar semejantes insultos y, además, que le cobren por ello. Es decir, siempre puede uno enviar un e-mail, lo cual es gratis ¿no les parece? (sí, mi sarcasmo revela mi molestia).
Era casi medio día y decidimos ir a desayunar (¡Hombre! que desayunar al medio día no tiene nada de malo si es domingo) así que nos subimos al auto y manejamos hasta un restaurante de comida típica panameña. Es un lugar tradicional en esta ciudad, donde encuentras toda la comida frita que quieras a precio bajo y que funciona bien para un desayuno dominguero.
Camino al lugar llevábamos una conversación bastante personal e íntima, nos decíamos cómo nos sentimos respecto a una situación específica que se había dado el día anterior. Al llegar al lugar y aún estando dentro del auto me acerqué a mi pareja, me refiero a esa cercanía física que solo puedes tener con alguien a quien quieres mucho y con quien te sientes en confianza. No hubo besos, no hubo caricias, solo esa cercanía por unos cuantos segundos mientras le decía lo que pensaba.
Un policía cruzó frente al auto, miró hacia adentro, cambió su expresión facial de manera muy sutil y se acercó a mi ventana para dar unos golpes en ella e indicarme que la abriera (yo iba en el asiento del conductor). Bajé la ventana.
– Su cédula y la cédula del señor – dijo el hombre sin hacer contacto visual, mientras buscábamos nuestras identificaciones el hombre prosiguió – Señores, ustedes están en un lugar público, no pueden hacer eso aquí, vayan a un lugar privado para que expresen su intimidad. ¿De qué trabaja usted?
– Yo soy Psicólogo – le contesté.
– ¿Psicólogo? ¿Qué pasó Doctor? ¡Está fallando! – dijo como quien indica algo evidente.
Debo admitir que con esa última línea casi consigue que mi Yo académico le diera una clase de sexualidad allí mismo. Pero mi Yo sarcástico pensó que aquel ser humano no estaría listo para comprender una sola palabra de lo que le habría dicho. Así que lo dejé pasar. Mi mejor mitad no lo hizo.
– Oiga ¿Usted hubiera hecho esto si fueran un hombre y una mujer? – preguntó mi compañero.
– No pelees con él, don’t fight him – dije en voz baja.
– ¿Qué pasó? ¿Ya me vas a cuestionar? – se molestó el sujeto uniformado, aún con nuestras cédulas en la mano y sin establecer contacto visual, continuó – ahora te voy a chequear el carro.
Creo que fue en ese momento cuando llevó su mano al radio que llevan siempre en el cinturón, en esa maniobra que usan para asustarte. Luego de decir eso, caminó hacia la parte de atrás del auto, miró la placa y desapareció por unos minutos de mi campo visual.
Dentro del auto, nosotros compartíamos el desagradable momento y yo hacía como que no pasaba nada. Solo un rato después, cuando todo había pasado, pude sentir la rabia y la tristeza que me producía aquella situación. Pero volvamos al momento del evento.
Al volver luego de un par de minutos, el policía se acercó a mi ventana otra vez, la cual abrí para recibir nuestras identificaciones.
– ¿Ya van de retirada? – preguntó él.
– No, venimos llegando a comer – dije yo.
– Bueno, se les agradece ¿Ah? – dijo antes de irse.
Nunca sabremos qué nos agradecería, retirarnos o bajarnos a comer. Nosotros estábamos muy molestos, la rabia de mi compañero era más evidente y honesta, la mía tenía esa capa de sarcasmo que me ayuda a lidiar con el momento de vez en cuando.
– Él no me va a decir a mí dónde puedo comer – aseguró mi mejor mitad y, dicho eso, bajamos del auto y entramos al restaurante.
Un rato después de desayunar decidimos ir a entrenar. Al terminar la rutina de ejercicios del día el gimnasio estaba casi vacío porque ya casi era hora de cerrar. Subimos a bañarnos para salir. Mientras nos cambiábamos de ropa (cada uno en su casillero y con varios casilleros de por medio) noté a un par de muchachos que conversaban en voz muy baja y tenían esa cercanía física que nosotros habíamos mantenido antes de bajar del auto en el desayuno. No había nadie más en el vestidor. Por momentos, uno de los muchachos pasaba muy cerca de nosotros y nos miraba en cada ocasión, como quien calcula el momento preciso para poder ver algo para lo cual no tiene invitación. Sus miradas furtivas y su cercanía con el otro chico me hicieron pensar que ambos eran hombres gay y, además, un poco voyeuristas.
Partiendo de la idea de que eran homosexuales sentí la confianza para hacer algo que no habría hecho en presencia de varones heterosexuales en el vestidor.
– Deberías ponerte de eso en la espalda – le sugerí a mi mejor mitad, mientras él se colocaba crema en los brazos, de esa que usa uno para que la piel no se reseque. Él estuvo de acuerdo y por exactamente cinco segundos le eché una mano con lo de la crema en la espalda.
Exactamente en ese momento los otros dos chicos pasaron por nuestro pasillo del vestidor, echaron una última mirada hacia nosotros y salieron del lugar. Solo escuché su risa antes de que se cerrara la puerta, esa risa que puedes interpretar como ansiedad o burla, dependiendo de cuál sea tu lectura personal de la situación.
El resto del día dedicamos algún rato a tratar de contestar a la que se había convertido en la pregunta del día ¿How much is too much? ¿Cuántas expresiones afectivas son demasiadas? Y, luego de eso ¿Para quién son demasiadas? ¿Para alguien que escucha o ve mi trabajo en el internet por decisión propia? ¿Para el policía? ¿Para nosotros? ¿Para otra pareja de homosexuales que puede intentar vernos desnudos sin permiso pero se ríe si entre nosotros se da un movimiento afectuoso? ¿Qué o quién dictamina lo que es demasiado? Entiendo que los heterosexuales tienen derecho a no ver nuestras demostraciones afectivas en algunos contextos, sobre todo en los contextos en los cuales ellos tampoco puedan expresar su afecto heterosexual (por ejemplo, el vestidor del gimnasio) pero, es tan complejo a veces. Y es tan difícil calcular cuánto puedes expresar y cuánto no.
Estas preguntas aún inundan mi mente, supongo que durante días estaré observando mi propia comodidad o incomodidad con algunos comportamientos. Y me encantaría conocer sus comentarios al respecto, porque sé que todos hemos pasado por estas situaciones y que todos tenemos puntos de vista distintos. Creo que, si hemos de construir un mejor espacio para todos (incluyendo a los heterosexuales) sería bueno empezar por contestar estas preguntas desde nuestras propias perspectivas individuales.
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