La vida es un baile de disfraces, muchas personas, diría yo que la mayoría, crecen a pesar de los obstáculos y desarrollan distintas formas de enfrentarlos, de huir de ellos o de asimilarlos. Una de las formas favoritas que muchas personas desarrollan para lidiar con los obstáculos es fabricarse máscaras.

No me refiero con esto a la cara social que damos al salir a la calle y que mantiene nuestra privacidad a salvo dentro de nuestra propia mente, pues mantener algún grado de privacidad siempre ha sido sano. Más bien me refiero a las formas más elaboradas, rígidas y persistentes de funcionamiento que sirven para dar una imagen a los otros y hacernos sentir a nosotros mismos que en realidad «siempre hemos sido así», en un intento frecuentemente desesperado de mantener alguna identidad.

Pero las máscaras tienen una fecha de caducidad y, al final, todos somos lo que somos. Nuestra verdadera naturaleza hará su aparición cuando sintamos que nuestro disfraz ya no nos sea útil. Nuestra identidad real siempre aparecerá al final… o antes, si somos lo suficientemente responsables y valientes para mirarnos al espejo y darnos cuenta que hay algo más allá de lo evidente.

La máscara es un síntoma, una maniobra que fue útil en su momento pero que con el tiempo llega a ser más parte del problema que de la solución.

En esta vida podemos disfrazarnos del tipo intelectual, de la mujer víctima, del adolescente aislado, del hombre de negocios, del anciano maestro, del oposicionista, del rebelde, de la súper mujer que controla todo o del que no desea relacionarse con nadie nunca más y se basta a sí mismo con sus libros y su poesía (como dirían Simon y Garfunkel). En el fondo y al final, todas aquellas actividades o armaduras fueron desarrolladas o construidas para un solo propósito: mantener protegida y viva, aunque a veces dormida, la intención verdadera de vivir, de ser, de hacer y pertenecer. La intención primitiva de ser realmente libres.