Sala del cine, mi novio y yo estamos sentados uno junto al otro para ver AVATAR, la llamada película del año (ok, del año pasado) por segunda vez. Mi cuñado, de 6 años de edad, está sentado en las piernas de su hermano por petición propia, lo cual dejó vacía la silla que había ocupado durante casi dos horas. La cantidad de preguntas que hace y la frecuencia con que las formula hacen que un par de personas voltee cada cierto tiempo para mirar mientras yo sonrío y recuerdo cuando yo mismo preguntaba el por qué de todas las cosas.
En una de las secuencias de pelea de la película, inserto en lo que acaba siendo una batalla épica, uno de los personajes principales recibe una herida mortal y es imposible salvarle la vida. A estas alturas de la película, el director del filme nos ha hecho tomarle cariño al personaje y «estar de su lado» en el escenario de la batalla. El niño, al ver lo que sucede, cambia la dirección de sus preguntas y se da el siguiente intercambio entre él y su hermano mayor:
Niño – ¿Qué le pasó?
Hermano Mayor – Se murió.
Niño – ¿Y ahora revive?
Hermano Mayor – No.
Niño – ¿Por qué?
Hermano Mayor – Bueno, porque cuando se muere ya no puede revivir.
Niño – Pero… si los buenos siempre ganan!
Hubo un par de segundos de silencio, fáciles de notar luego de tanta pregunta del niño. En otro momento, en que visiblemente estaban apabullando a nuestros héroes, el niño volvió a hacer el mismo señalamiento sobre lo que contradecía su lógica: no deberían estar perdiendo porque «los buenos siempre ganan».
Ojalá fuera así – pensé mientras me daba cuenta de todo lo que perdemos al crecer y cómo existió una época para mí en que los buenos siempre ganaban y los malos eran fáciles de reconocer por sus sombreros negros o sus rostros demoníacos. Por un instante consideré responderle al niño y decirle que a veces no es de esa manera, pero me detuve ante la realización de que aquello sería imponer mi depresivo punto de vista adulto, poniendo en duda la certeza que todo niño sano debe tener: Los buenos siempre ganan al final.
Aquella tarde fue increíble, siempre es refrescante escuchar a los niños hablar y decirnos las grandes verdades de la vida, recordándonos una forma descomplicada de entender el mundo y de tener esperanza. Porque aquella frase de nuestro pequeño interlocutor no era necesariamente una pregunta, sino la expresión de una convicción tan arraigada que una demostración de lo contrario desafiaba toda lógica.
Camino a casa recordé mis años de infancia con añoranza y algo de tristeza. Sin embargo, todo el evento me sirvió para cargar las pilas nuevamente y volver a mirar esas partes más profundas de quienes somos. Tal vez, para que el mundo sea un mejor lugar, todos deberíamos retomar algo de esa ingenuidad que puede provocar la burla de algunos contemporáneos y que requiere a gente especial para poderla entender. Al llegar a casa ya había entrado en contacto con una realidad personal que determina muchos de mis comportamientos: Aunque ya no lo manifiesto tanto, en secreto, todavía me pregunto el por qué de todas las cosas y peleo cada día contra las pruebas de la realidad para sostener mi creencia personal de que los buenos siempre deben ganar.
La respuesta del mundo frente a mis intentos de sostener ese punto de vista no son muy alentadoras pero, si un niño puede cuestionar lo que ve con tanta seguridad, tal vez yo también pueda.
Un abrazo a todos.